Dios y el Demonio quedaron para charlar en un bar que había no demasiado lejos de El Limbo.
-Tengo problemas en el cielo –empezó Dios intentando romper el hielo-. Los ángeles están ociosos todo el día y, como se aburren, han empezado a envidiarse en tonterías, a murmurar entre ellos, a hacer corrillos, a creer… -y Dios suspiró con resignación- que el sitio en el que están no puede ser El Cielo que les prometí o que ellos creen que se merecen.
El Demonio asintió.
-Te comprendo perfectamente. Algo parecido me está ocurriendo a mí. Tras siglos de llamas y latigazos, de torturas de todo tipo, mis condenados se han acostumbrado hasta tal punto al dolor y al sufrimiento que hay algunos que …-tampoco a él le gustaba lo que iba a decir a continuación- cuestionan el modo en que gestiono El Infierno, incluso… -añadió bajando aún más la voz-… incluso algunos no dudan en reírse de mí y de lo que llaman “mis malignas habilidades”.
Se hizo entonces el silencio.
Si la solución existía, desde luego, no sería fácil encontrarla.
-La naturaleza humana es lo que tiene –comentó Dios por decir algo.
-Y la nuestra, no lo olvides –apostilló el Demonio-. Toda la eternidad peleándonos por alguien como ellos.
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