Esta noche tampoco tuvo las horas suficientes como para que el atasco se disolviera. Una vez más, alguien no pudo llegar a casa, no encontró donde dejar el coche y se vio obligado a ver al amanecer agarrado al volante. Pero el amanecer hace ya mucho tiempo que tan sólo es una sucesión de grises apagados.
Con el día, el mar de coches se llena de metálicos reflejos, otra vez el gris. Un mar que avanza en oleadas de rojos y verdes, conquistando metros de asfalto en cada nuevo embate. Y su ruido sordo, que lo llena todo y llega a todas las casas, como llega el sonido de las olas a las gentes que viven junto al azul. Ese ruido que no descansa nunca, que el tiempo y la costumbre empujan al olvido, pero es mentira, sigue allí, toda una ciudad sumergida en él.
Miles de personas sumergidas en él. Obligadas a serpentear entre los coches aparcados en la acera. Obligadas a despertar al animal para guiarlo entre las corrientes, un dragón rugiendo bajo sus pies. Hace tiempo que callaron, que dejaron de hacer sonar las bocinas, de señalar las líneas amarillas sobre el asfalto como un camino en el mundo de Oz, exigiendo sus derechos. La marea amenazó con lamerles las piernas devorándolos en un bramido, y callaron.
Bajo el sol de mediodía, los coches comienzan a rezumar sudor y ven burbujear el agua de sus motores. Un mar blanco, de reflejo cegador, asfixiándose en el calor que sube desde el suelo. Y dentro de él, tras las ventanas cerradas, cientos de gotas resbalan en todas las pieles, formando remansos y cascadas, reproduciendo en las ropas con que tropiezan idénticos dibujos.
Y ya en la siesta, la ciudad, adormecida bajo los rayos del largo verano, da la espalda al río de lava que recorre sus avenidas, único momento en que ésta fluye avanzando calles abajo con una ligereza de la que nadie nunca ha sido testigo, porque todos los que podrían contarlo, los que estaban allí, no pudieron verlo, derretidos como estaban intentando arrancar algunos segundos de sombra a los túneles, puentes y edificios, minúsculos oasis en ese mar.
El tiempo pasa, siempre ha sido así, y llega la tarde, el declinar del día, cuando los que estuvieron en casa osan salir, cuando los que estuvieron fuera llegan como náufragos a sus hogares, cuando la temperatura cede, se apaga el reflejo y se puede esperar el único color del día, el último rayo capaz de teñir el aire gris que rodea en forma de hongo la ciudad. Milagro de anaranjados y rojos que, como las negras y largas noches de invierno, no conseguirá disolver el atasco.
Y alguien de nuevo no podrá llegar a casa. Obligado a sujetar el timón, sin un soplo de aire que mueva su pelo, verá la sucesión de grises pasar frente a sus ojos, abandonado a la deriva.