Llevaban
unos cuarenta años juntos y, ahora que ella se había ido para no volver,
empezaba a pensar que toda una vida no había sido tiempo suficiente.
De un día para otro se sintió como Robinson, arrojado
en la playa, muerto de hambre y frío, a merced de las inclemencias del tiempo,
lejos de las personas que amaba y con
una absurda obligación por cumplir: volver a tomar las riendas de su vida,
empezar desde cero con lo poco que tenía, limpiar las cuatro paredes que le
protegían y mantener una tonta llama encendida por razones que no comprendía.
Pero, al contrario que el famoso náufrago, el cual construyó un hogar en una
isla, él empeño todo su tiempo en transformar su casa en un lugar inaccesible
para todo aquel que no fuera él mismo, ella o los momentos que habían vivido
juntos.
Muy pronto se sintió incapaz de destruir las huellas
de los pasos que ella había tejido, año tras año, recorriendo las habitaciones
que conformaban su hogar, por eso hizo del pequeño huerto sus dominios. Y
alejado de la casa, hora tras hora, día tras día, los recuerdos empezaron a
hacerle menos daño aunque la espalda le doliese siempre. Bajó los ojos, dejó de
mirar el cielo y ya no quiso volver a soñar. Empezó a comer sólo lo que
cultivaba y aumentó su aislamiento, el que buscaba sin cesar; permitió que el
pelo y la barba le creciesen, que las ropas se manchasen y rompiesen, que sus
labios se secasen y cerrasen, que el mundo se olvidase de él y él logró
ignorarlo.
¿Cuánto tiempo pasó así? ¿Cuánto tiempo podría pasar
de ese modo? Afortunadamente, la vida quita y da. En ocasiones, sus olas se
llevan a alguien querido; en otras, deja extraños objetos en la playa, una
pelota, por ejemplo.
Un día como cualquier otro, un balón saltó la tapia y
tras él llegó un niño, con las mejillas coloradas, los ojos llenos de
curiosidad y una sonrisa.
-¿Por qué no estás en la escuela, pequeño? -dijo
Robinson-. Hoy es viernes.