El tatuaje tiene el aspecto de un
reguero de hormigas. Su pelo rojizo y enmarañado bien podría albergar un nido.
Los ojos abiertos y fijos, como mirando el cielo, pero sin mirar. La respiración,
contenida al máximo, inexistente. No se mueve. La encontré en el suelo del
salón y desde hace quince minutos la vigilo; y no, no se mueve.
Empiezo a tener miedo, a temer que
sea lo que parece; y pasa media hora, un tiempo infinito para la niña que soy.
Cuando se harta de la inmovilidad o
decide que ya es hora de reírse, se levanta como si nada, me mira y dice: no te
habrás preocupado, ¿verdad?; pero si solo es un juego. Pienso entonces, con mis
cinco años y casi sin saber lo que pienso, que no es un juego para mí si yo no
me divierto, que tendré que esperar a crecer para mostrarle lo divertido que es
estar muerto.
(microrrelato publicado en
el número 2 de la revista Callejón de las once esquinas que puedes leer y
disfrutar justo aquí; está abierto además el plazo para
participar en el siguiente número, ¿te animas?)
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