Nadie le he apoyado más que yo. Por él he facilitado
pistas falsas, he inventado coartadas, he limpiado manchas de sangre y hasta he
valorado, desde un punto de vista puramente estético, las fotos que hacía a sus
víctimas. Le he sido leal como nadie, eso nadie puede negármelo.
Por esta razón, porque he sido una con él, sé que la
pulsera de oro que encontré en uno de sus bolsos no era un regalo sorpresa como
quiso hacerme creer; esa joya perteneció a la última rubia que tuvo entre
manos.
Recuerdo ahora, como si fuese aquel día, el brillo de
sus ojos y las palabras que repetía sin parar: “¡qué bien gritaba, qué bien
gemía!; nadie, hasta hoy, me había suplicado perdón de un modo semejante”. Sé
además que la foto que la hizo no está junto a las de las otras y que no ha
vuelto a matar desde entonces, desde aquella víctima perfecta según sus propias
palabras.
No, no ha vuelto a hacerlo y por eso aquí tiene, señor inspector, las
pruebas que lo hacen culpable de todos sus asesinatos, esas que espero que le
metan en la cárcel.
Ohhh Luisa, qué magnífico relato. Qué bien descrita la víctima sumisa y una vez cansada, empezando a caminar. Ufff que terrible!!
ResponderEliminarBesicos muchos.
Solo se traiciona una vez...
ResponderEliminarSaludos,
J.