Llovía
sin parar desde hacía días y los habitantes del pueblo comenzaron a mirar el
río con aprensión, temiendo que las aguas saltasen el puente como en aquel
cuento de abuelas que todos conocían.
El
miedo recorrió sus espaldas. ¿Era aquello un remolino de agua alzándose como
reconociendo el terreno? Después llegó el sonido que no logró camuflarse bajo
el de un trueno y que era como de trompetas llamando a las tropas. Y las aguas
avanzaron, con sus pasos inmensos, aplastando la escasa esperanza que tenían en
que no se repitiese aquello que les habían contado.
La
corriente rodeó las casas, como si estuviese desenvolviendo un bombón antes de
comérselo, deleitándose en ello. Lamió las paredes de ladrillo y deshizo entre
sus dientes el adobe. Usó los árboles del pueblo como mondadientes. Creció y
creció con cada respiración para acosar a los hombres, pero optó por abrir la
boca y tragarse a los viejos, a aquellos que no había logrado vencer la última
vez. Acorraló a las mujeres, haciendo caso omiso de sus gritos, y pegó las
ropas mojadas a sus cuerpos como si quisiera desnudarlas; y los hombres no
supieron cómo defenderlas de aquella violación.
El
río se lo fue tragando todo, glotonamente y sin prisa, y solo cuando las nubes
dejaron de llover, atónitas, empezó a retroceder dejando en todas partes babas
y huellas, charcos y heridas, lágrimas y barro, volvió a sus fueros, a su
cauce, para empezar a hacer la digestión y dar tiempo a que los seres humanos
de los que se alimentaba se recuperasen, tuviesen tiernos bebés con quien
olvidar las penas, niños a quien contarles el viejo cuento y esperar juntos,
con aprensión, a que volviese a llover, a llover a cántaros y durante días, a
que el río creciese.
Me encanta
ResponderEliminarNo tendrá suficiente el río con los peces...
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