Los sábados, al caer la tarde, los
viejos del pueblo se sentaban en los poyos que había junto al puente grande y
esperaban a que los suicidas llegasen; cuando estos pasaban junto a la puerta
de la casa de la Satur se hacía el silencio y se cerraban las apuestas, así era
como se había convenido.
Los jóvenes se dirigían hasta centro
del viaducto y ensayaban sus saltos, una y otra vez, incansables y cabezotas;
aunque muy pocas veces lograban su propósito: los riscos en el fondo del río y
el agua se empeñaban en devolverlos a la orilla sin un rasguño.
Al cabo de unas horas, taciturnos y
cabizbajos, volvían al pueblo y miraban con tristeza a los abuelos que ya
habían empezado a intercambiaban monedas y chascarrillos.
Tiempo después y no muy lejos, en
una de las callejuelas de la aldea y tirándose desde un balcón, alguien sí
consiguió quitarse la vida; la noticia cayó a plomo entre los lugareños,
privados en un momento de las apuestas y del espectáculo. Fue así como en aquel
pueblo los suicidios quedaron en manos de espontáneos anónimos y la razón por
la que los viejos pasean sin cesar por el pueblo mirando de tanto en tanto
hacia arriba.