Marcos
no fue un niño como los demás. Se pasaba los días encerrado en el dormitorio,
examinando el mapamundi desplegado sobre el suelo, calculando distancias y
soñando con visitar todos los países.
Desde
que tuvo independencia y algo de dinero en el bolsillo, no ha parado de viajar.
Adora la sensación de perderse por las calles, de que lo miren con extrañeza y
de no entender ni una palabra del idioma. Durante años ha malvivido como
artista callejero o vendedor ambulante, pero en cuanto los habitantes
autóctonos empezaban a acostumbrarse a su presencia, hacía las maletas y elegía
otro destino, cada vez más lejano y exótico.
Hace
un mes regresó a su pueblo, convencido de que el mundo es realmente un pañuelo
y se le ha quedado pequeño. Se comunica en una mezcolanza de lenguas, no
soporta los guisos de la madre porque dice que en España todo lleva ajo y ni
siquiera sus hermanos lo reconocen como parte de la familia. Ahora es
totalmente feliz, porque en ningún lugar se había sentido tan extranjero como
en su propia casa.
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