Llevaba dos días subido en la moto, pero parecían cientos. Cubiertos de polvo, irreconocibles, habíamos subido y bajado dunas; habíamos atravesado valles; habíamos escapado de no pocas trampas; habíamos visto caer a algunos compañeros y los habíamos ayudado. La carrera más dura del mundo bien valía todo aquello y yo, una vez más, tenía la ocasión de disfrutarlo.
Hasta el momento, mis ojos resecos, clavados en el suelo del desierto, escudriñándolo, no habían tenido la ocasión de admirar el paisaje; sin embargo ahora, mientras esperaba la asistencia, levanté la mirada. En ese momento el espacio me aplastó, la soledad me cercó, el sol y la sed me quemaron las entrañas. Fui pequeño, insignificante; estaba solo y perdido, nadie podía ayudarme. Y empecé a llorar como no lo había hecho desde hacía años.
(microrrelato publicado en la Antología V Premio Orola “150 autores, 150 vivencias”)