Entro en el bar del Blas y, los parroquianos, enjutos y encorvados, detienen un instante su cuchicheo. Luego ven que soy yo, el Tomás, y reemprenden sus conversaciones. Vengo a por una dosis adicional, a por una dosis prohibida.
El Blas es un tío grande, algunos han aprendido a valorarlo ahora. Siempre
le gustó mucho experimentar con las bebidas. Fue de los primeros en apuntarse a
esa moda de jóvenes de las cervezas artesanales. Yo le decía que estaba tonto,
que a mí mi Amstel no me la iba a cambiar por ningún sopicaldo. Pero vaya si se
apuntó, y vaya si no tuve que retractarme de mis palabras cuando me ofreció
aquella cerveza rubia, la primera que dejaba catar a los asiduos, después de
meses de pruebas en el sótano del bar. Pero ahora es distinto. Entrar en el bar
de Blas es una estampa modernizada de aquellas fotos en blanco y negro de la
ley seca.
Paso a la trastienda y le pido una botellita de agua, para los niños le
digo, aunque él ya lo sabe y me da un apretón en el hombro. Rocío, mi pequeña,
está pachucha desde hace semanas y yo no dejo de moquear con tristeza cada vez
que pienso que a todos nos espera una muerte lenta y desesperada. Pero ojalá me
muera yo antes que mi pequeña, a Dios le pido. Si existen esos cacharros
voladores tal vez ese Dios, del que perdí la fe hace años, ande por alguna
parte también.
El agua está racionada desde hace meses, desde que se descubrió que esos
monstruos de metal eran insectos chupasangres que nos estaban robando la sangre
de la Tierra. La única forma de conseguir más cantidad es pagar unos precios
prohibitivos a las dos multinacionales que se están haciendo de oro con la
sequía. Dicen las malas lenguas que tienen un par de pozos subterráneos,
protegidos por grandes ejércitos, que todavía no han sido descubiertos por los
alienígenas. Los gobiernos ya han cambiado la ley a su favor y cualquier otra
persona que expenda agua, se lucre o no, está cometiendo un delito.
El Blas no se lucra, el Blas nos la regala, a los parroquianos, a los de
siempre. Yo sé que querría ayudar a más gente pero no se fía de extenderlo y
que algún canalla le denuncie. Vivimos en un mundo de mierda, seguramente nos
merezcamos perecer como especie. Pienso eso un instante y me viene la imagen de
mi Rocío tosiendo y débil en la cama y me santiguo y me muerdo la lengua
El Blas vuelve con la botellita llena del alambique donde, nadie sabe cómo
pero todos le besaríamos los pies por ello, ha desarrollado un modo de
desalcoholizar las bebidas espirituosas para obtener agua. Me ofrece un
trago de brandy Torres “pá ahogar las penas, compadre” y, muy serio, le
contesto que mejor no; que puede que, la semana que viene, ese brandy
desustanciao sea el que llene una botellita prohibida más.
Autor: Ignacio J. Borraz
Tráfico de agua, una niña enferma. Desenlace muy lógico, dadas las circunstancias, pero no por eso menos duro.
ResponderEliminarIgnacio, me ha parecido que viene tan al caso... Perfecto para "nuestra" micronovela. Un orgullo compartir este proyecto contigo, con Luisa y con tantas buenas letras como veo que van rodando por aquí. Un abrazo
ResponderEliminarEs una situación que puede darse aun si no aparecieran los alienígenas "chupadores"...El agua está convirtiéndose en un bien demasiado valioso. Y un buen apunte es que siempre, siempre, puede aparecer la peor calaña, aunque todos estén a bordo del mismo barco que se hunde.
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