En la semipenumbra del sótano, las manos de Miguel se
movían con celeridad y precisión.
Una tras otra, las delicadas piezas de la bomba fueron
quedando instaladas en su lugar.
Programó el detonador a distancia, y con mucho cuidado
colocó el artefacto en un pequeño bolso.
Rápidamente salió al exterior, y se dirigió al pie de
la mayor de las naves grises, que se erigía en medio de un interminable arenal.
Dejó el bolso bajo el oscuro vientre de aquella mole
invasora, y se retiró a una distancia prudencial.
Cerró los ojos, se encomendó a todos los santos en los
que ya no creía, y apretó el botón.
El sonido de la explosión no fue el mismo al que sus
oídos estaban acostumbrados en tantos años de milicia. No hubo un estruendo
ensordecedor y, si no fuese por lo dramático de la situación, hubiera jurado
que escuchó música.
Lentamente, abrió los ojos y se incorporó para
observar.
Cayó de rodillas, con las manos inertes, mientras en
sus ojos, desmesuradamente abiertos, se reflejaba aquella escena inverosímil: un
gran círculo, alrededor de la nave, se había transformado en el más hermoso
jardín que alguien pudiera imaginar.
La mirada de Miguel se quedó prendida en el brillo de
las rosas, mientras aquella aterradora convicción le llegaba al centro del
alma: “Jamás podremos destruirlos…”.
Autor: Hugo
Jesús Mion
Tremendamente convincente, las bombas no pueden contra la belleza de la vida.
ResponderEliminarBesos.