Hace
meses que la vida se paró, que se quedó cosida al vaivén de una cuna vacía y
sembró en nuestra casa el silencio.
Ayer, sin embargo, ella movió el
aire, se levantó de la orilla de la cama en la que naufragó y cogió, de la
habitación de nuestra hija, uno de esos juguetes que estaban como nosotros
inertes. Poco después llegaba la nana, esa canción eterna que desde entonces me
persigue y me hiere.
Para protestar por este nuevo dolor
que me infringe, voy ahora hasta la puerta de nuestro cuarto y la miro,
descubriéndola agotada pero incapaz de dejar de cantar o de mecerse. Me quedo
de pie sin saber qué hacer para sacarla del dolor, para salvarme, y descubro
por primera vez mis mejillas mojadas bajo mis ojos secos. Ella me encuentra y
casi sonríe: “Tú ya lloras, yo ya puedo moverme. Hemos dejado de estar ajenos
el uno al otro. No, no quiero que suframos solos; prefiero luchar contigo por
ser lo que fuimos, por seguir estando juntos aunque seamos otros”.
El dolor también une.
ResponderEliminarUn abrazo.
Y juntos siempre se peleo mejor contra él, muchísimo mejor.
ResponderEliminarGracias
Es mucho más complejo en realidad.
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