Cada vez que suenan las sirenas, mi madre nos propone
que juguemos al escondite intentado ocultarnos el miedo que le baila en los
ojos. Después corremos hacia el refugio y, una vez en él, entre risas forzadas,
los mayores nos repiten que no pasa nada o nos piden que recemos. Más tarde,
cuando vuelve el silencio, atravesando el polvo, salimos de puntillas e
inspeccionamos la nueva realidad, esa que solo lo será hasta el siguiente
bombardeo.
Es la guerra y, mientras nuestra madre pasa las noches
abrazada a la almohada y se lava la cara intentando borrar el rastro que deja
el llanto, nosotros convertimos en cunas las viejas cajas de zapatos y,
haciendo como si tuviéramos ganas de jugar, cantamos nanas muy bajito.
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