Desde hacía años visitaba a mi madre en
la residencia de ancianos, todos los sábados, sin faltar nunca; aunque no me
miraba, no me hablaba y no daba muestra alguna de saber que yo era su hija.
Mi frustración iba en aumento pero, aun
así, cada siete días, entraba de forma mecánica en la sala multiusos del
edificio y me sentaba junto a ella. Le contaba alguna cosa, miraba el reloj y
me iba.
Un día, por error, me senté junto a una
anciana que se le parecía.
Desde entonces voy a visitarlas a las
dos, en diferentes días. Si bien, de un tiempo a esta parte, disimulando todo
lo que puedo para que no se me enfaden, he empezado a buscar de reojo una
persona más a quien no le importe escucharme. Tengo libres aún como unos cinco
días cada semana.
Ummm... puede que ese error no fuera tanto error sino premeditación a ser escuchada. Muy bueno. Saludos.
ResponderEliminarEl que da también recibe.
ResponderEliminarMuy buen relato, Luisa.
Un abrazo