Cuando
llegó la hora de empezar a preparar la comida, me di cuenta de que en algún
momento de la mañana había perdido la ilusión. Busqué en el bolso que había
usado ese día, en el mueble en el que en ocasiones dejo las llaves al entrar en
casa, como último recurso metí la mano en algunos bolsillos. Nada, las yemas de
mis dedos no notaron nada cálido. Tuve que admitir que mi ilusión era pequeña, quizás
demasiado, que hacía tiempo que los horarios de trabajo y mi matrimonio no
ayudaban; pero ahora que parecía haberla perdido, ¿dónde obtener un poco, lo
justo para salir del paso? Supe entonces que tendría que recurrir de nuevo a mi
vecino del cuarto.
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