Los padres de
los padres de los padres de los humanos que transporto abandonaron un día la Tierra, un planeta herido
de muerte en el que ya era imposible vivir. Ellos tomaron una decisión difícil:
hipotecar sus vidas y las de las generaciones que les seguían por una simple
esperanza, una promesa o una quimera.
Navegamos juntos desde entonces, yo
he sido testigo mudo de su largo viaje y de su evolución.
En un principio los Primeros, aún
con el recuerdo de su planeta natal en la retina, transmitieron a sus hijos
todo lo que pudieron y supieron: la vida y la muerte, los éxitos y los errores,
la belleza y el horror, dudando siempre entre si eran los elegidos para vivir o
las traidores que habían huido cuando las cosas se pusieron feas. Pero aquellos
hombres y mujeres hace mucho que desaparecieron, y el espacio es oscuro y frío,
no hay puntos azules en él y es difícil distinguir una estrella de otra.
Los hijos de los hijos de sus hijos
han leído en mi memoria todo lo que fue, pero se sienten solos, abandonados y
presos de un destino que no han podido elegir. Oigo su enojo en mis pasillos.
Han empezado a creer que la
Tierra los echó, que sólo son los herederos de los que fueron
desheredados, que detrás de sí se quedó la vida y el aire y las plantas y el
azul que construía olas, y que las otras imágenes que tengo, las guerras, los
escombros y la hambruna son aquellas que los Primeros les dejaron queriendo
engañarlos como a niños.
Y yo, que sólo traslado sus vidas
presas del tiempo y del espacio, no tengo más misión que viajar hacia un sitio
que no conocerán huyendo de un lugar que nunca vieron.
Mido el descontento, siento que ha llegado la hora y ejecuto el programa.
Hago que a sus terminales llegue la fatal noticia: la Tierra ha dejado de
existir; es el último mensaje del último superviviente, sólo para ellos.
Registro cómo sus ojos se nublan, como se hace el silencio y ahora juntos,
juntos de nuevo, seguiremos nuestro viaje hasta llegar algún día a algún sitio
en algún tiempo.