Cuando la ciencia hubo resuelto todas sus dudas, Tanu
no dudó en implantarse en el cerebro una microcámara digital con la que
registrar cada uno de los momentos de su vida. Y así, cuando murió, siguiendo
sus instrucciones, las imágenes y los sonidos contenidos en la memoria de la
cámara fueron entregados en el correspondiente chip al pariente más cercano
junto con un mensaje del propio Tanu, un pequeño discurso con el que le hacía
entrega de lo que consideraba el mayor y mejor de los regalos: su vida.
Cuando su pariente terminó de oír la presentación,
entre atónito y perplejo, empezó a preguntarse qué era lo que se esperaba de
él, qué podía hacer con ese pequeño objeto que aún tenía en las manos.
Hoy, cuatro meses después de aquel día, ese hombre ha
dejado de hacerse preguntas. Ha decidido que no quiere ser espectador de nadie,
que quiere ser el protagonista de su propia vida y ha eliminado todos los
archivos que el chip contenía sin ni siquiera haberles echado un vistazo.
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