7 de septiembre de 2016

Intento

En la semipenumbra del sótano, las manos de Miguel se movían con celeridad y precisión.
Una tras otra, las delicadas piezas de la bomba fueron quedando instaladas en su lugar.
Programó el detonador a distancia, y con mucho cuidado colocó el artefacto en un pequeño bolso.
Rápidamente salió al exterior, y se dirigió al pie de la mayor de las naves grises, que se erigía en medio de un interminable arenal.
Dejó el bolso bajo el oscuro vientre de aquella mole invasora, y se retiró a una distancia prudencial.
Cerró los ojos, se encomendó a todos los santos en los que ya no creía, y apretó el botón.
El sonido de la explosión no fue el mismo al que sus oídos estaban acostumbrados en tantos años de milicia. No hubo un estruendo ensordecedor y, si no fuese por lo dramático de la situación, hubiera jurado que escuchó música.
Lentamente, abrió los ojos y se incorporó para observar.
Cayó de rodillas, con las manos inertes, mientras en sus ojos, desmesuradamente abiertos, se reflejaba aquella escena inverosímil: un gran círculo, alrededor de la nave, se había transformado en el más hermoso jardín que alguien pudiera imaginar.
La mirada de Miguel se quedó prendida en el brillo de las rosas, mientras aquella aterradora convicción le llegaba al centro del alma: “Jamás podremos destruirlos…”.


Autor: Hugo Jesús Mion

1 comentario:

  1. Tremendamente convincente, las bombas no pueden contra la belleza de la vida.
    Besos.

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