Mientras trajino por la chabola, la
vigilo. Alimento el fuego, compruebo que tengo agua caliente y barro en
silencio sin apenas levantar el polvo del suelo. Todo mi ser está volcado en
ella, en mi pequeña, en vigilar el movimiento de su pecho, en su fiebre. Mientras escucho como delira, recorro
otra vez el espacio que forman las cuatro paredes que nos protegen del frío y
por las que sigue colándose el aire del invierno. Temo por ella y por nosotros;
temo por lo que sería de nosotros sin ella.
Se abre la puerta, es él, la cierra
corriendo. Compruebo que ha adelgazado estos días, que está más viejo; pero me
parece que su gesto está algo más relajado mientras rebusca entre sus ropas
ansioso. Con cuidado y con una sonrisa, me muestra una pequeña botella llena de
un líquido color ocre; sé lo que es, la medicina que venden los buhoneros de la
ciudadela. No sé cómo lo ha logrado pero yo también sonrío, ahora sé que la
niña se curará y, mientras hago que beba un poco, doy gracias a Dios y rezo.
(microrrelato
escrito para Esta
noche te cuento, mes de noviembre)
Luisa, ya te comenté allí. Describes el cuidado y la preocupación de unos padres en una situación difícil. Y das paso a la esperanza, que en un caso así es de agradecer.
ResponderEliminarUn abrazo
Excelente. Como papá, me vi reflejado...
ResponderEliminar¡Saludos!