Como hacía siempre le mandé la foto del australiano
confiando en que, más tarde, siendo nuestra relación más sólida, mi
personalidad fuese la verdadera protagonista.
Pasamos días, tardes y noches absolutamente
inolvidables pendientes de las pantallas de nuestros ordenadores;
intercambiamos recuerdos, detalles, miedos y alegrías mientras aplazaba decirle
que el hombre de la foto no era yo.
Evidentemente, cuando quedamos junto al cine, no me
reconoció; pero, tras asegurarme de que no había confusión, me acerqué a ella y
empecé a susurrarle al oído todos esos secretos que sólo yo podía conocer.
¿Qué le pasó por la cabeza? No lo sé. Supongo que ella
y el australiano tienen un buen gancho, cada uno a su manera.
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