Ninguna
de las cabezas que pasaban bajo él lo miraban más allá de un segundo.
El sentimiento de poder que había sentido los primeros
días hacía tiempo que le había abandonado y además había descubierto, con
desagrado y decepción, que carecía de intimidad, que el lugar en el que
trabajaba y vivía era pequeño y estéril y que en él debería hacer frente
completamente solo a las inclemencias del tiempo. Incluso, cuando quiso conocer
a su compañero, aquél con que se turnaba, éste lo ignoró.
Era una mezcla difícil de asumir, una sensación única
de saberse a la vez importante e ignorado, una necesidad apremiante de huir y
de quedarse congelado en mitad de un paso. Su vecino, su esquivo compañero de
trabajo, parecía en cambio ser opuesto a él, capaz de permanecer en cualquier
circunstancia quieto, vigilante, tranquilo y equilibrado.
Se ponía verde de envidia sólo de pensarlo. Una y otra
vez.
Un día descubrió a un niño y a su madre al otro lado
de la calle, observándole, señalándole con el dedo, hablando de su trabajo, de
su significado; pero al día siguiente el mismo pequeño, en cuanto lo vio
iluminando el semáforo, bajó los ojos y, como todos, se fue.
No sé de qué se queja, si hace una labor estupenda y necesaria...
ResponderEliminarMe has recordado a uno que hice para aquella estupenda foto de Jose Luis Rafael, un día de estos lo cuelgo.
Un abrazo Luisa.
Muy original el relato y mantiene bien la tensión narrativa sin descubrirse.
ResponderEliminarLuisa, un microrrelato intermitente, con esos colores tan vivos que presenta. Y es que a veces no sabemos apreciar el corazón de esos elementos que nos rodean.
ResponderEliminar¡Original tu micro!
Abrazos.
Muy bueno. La rutina y monotonía es lo que tiene.
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