19 de diciembre de 2013

Una noche de cuento

Llegó a la fiesta como Cenicienta, buscando a su Príncipe Azul; aunque, si era sincera consigo misma, debía de admitir que se conformaba con un Juan Sin Miedo, con un astuto Gato con Botas o incluso, por qué no, con un simple Patito Feo de buen corazón.
Miró a su alrededor.
Allí estaba Blancanieves, escoltada por no menos de siete enanos, bella, encantadora y dulce, incapaz de ver a la bruja que, a tan sólo dos metros, estaba envenenada de envidia. Más allá, casi recostada en un sofá, La Bella Durmiente, como siempre, apática, muda y aburrida. Acodado en la barra y al acecho, Lobo, ocultando dientes y uñas, disfrazando sus oscuras intenciones, acercando su comportamiento al de una encantadora abuelita. Y frente a él, dándole conversación, Pinocho, contando mentira tras mentira, mientras su nariz enrojecía a golpe de lingotazos de alcohol. En un rincón tres hombres hacían corro entre risas soeces y miradas obscenas; al verlos comportarse como cerdos, por un instante, quiso poder borrarlos de un soplo a sabiendas de que ese deseo de cuento lamentablemente nunca se cumpliría. Podía ver a Caperucita Roja, a la Ratita Presumida, a Barbie y a Ricitos de Oro, haciendo pandilla; a aquel que apodaban el Emperador vestido con un traje maravilloso que sólo él veía; a Peter, incapaz de asumir que se hacía viejo, a una tal Alicia, y a aquella pareja que se mantenía unida, a pesar de la ostentosa diferencia de edad y de que ella fuese tan bella.
La fiesta sólo acababa de empezar y ella, como un Sherlock Holmes cualquiera, tenía que descubrir quién ocultaba a Dr. Jekyll y Mr. Hyde, tras qué rostro se escondía Jack el Estrangulador, quién se creía Superman y no lo era, quién como Ali Baba parecía no tener suficiente con  cuarenta conquistas o, quizás, dónde estaba La Rana que podía transformarse en un príncipe para toda la vida.
La noche acababa de empezar y el cuento de todos los sábados parecía que no iba a acabar nunca.  

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