Llegó a la fiesta como Cenicienta, buscando a su
Príncipe Azul; aunque, si era sincera consigo misma, debía de admitir que se
conformaba con un Juan Sin Miedo, con un astuto Gato con Botas o incluso, por
qué no, con un simple Patito Feo de buen corazón.
Miró a su alrededor.
Allí estaba Blancanieves, escoltada por no menos de
siete enanos, bella, encantadora y dulce, incapaz de ver a la bruja que, a tan
sólo dos metros, estaba envenenada de envidia. Más allá, casi recostada en un
sofá, La Bella Durmiente, como siempre, apática, muda y aburrida. Acodado en
la barra y al acecho, Lobo, ocultando dientes y uñas, disfrazando sus oscuras
intenciones, acercando su comportamiento al de una encantadora abuelita. Y
frente a él, dándole conversación, Pinocho, contando mentira tras mentira,
mientras su nariz enrojecía a golpe de lingotazos de alcohol. En un rincón tres
hombres hacían corro entre risas soeces y miradas obscenas; al verlos
comportarse como cerdos, por un instante, quiso poder borrarlos de un soplo a
sabiendas de que ese deseo de cuento lamentablemente nunca se cumpliría. Podía
ver a Caperucita Roja, a la Ratita Presumida, a Barbie y a Ricitos de Oro, haciendo pandilla; a
aquel que apodaban el Emperador vestido con un traje maravilloso que sólo él
veía; a Peter, incapaz de asumir que se hacía viejo, a una tal Alicia, y a
aquella pareja que se mantenía unida, a pesar de la ostentosa diferencia de
edad y de que ella fuese tan bella.
La fiesta sólo acababa de empezar y ella, como un
Sherlock Holmes cualquiera, tenía que descubrir quién ocultaba a Dr. Jekyll y
Mr. Hyde, tras qué rostro se escondía Jack el Estrangulador, quién se creía
Superman y no lo era, quién como Ali Baba parecía no tener suficiente con cuarenta conquistas o, quizás, dónde estaba La Rana que podía transformarse en un príncipe para toda la
vida.
La noche acababa de empezar y el cuento de todos los
sábados parecía que no iba a acabar nunca.
Que vivan los cuentos...
ResponderEliminarUn abrazo.