23 de octubre de 2017

Triste destino

El escritor intentaba atrapar la ficción y coserla al papel con puntadas de tinta.
Escribía algunos párrafos, los releía, empezaba de nuevo, tachaba, corregía, añadía algunos detalles y suprimía otros, leía en voz alta, se quedaba en blanco.
Tras cuatro horas de trabajo, el escritor dio por bien empleado el día. Apiló las hojas, colocó los lápices, tiró los folios emborronados y, sólo cuando hubo salido del despacho, se empezaron a oír unos extraños ruidos en la papelera. Eran los abnegados protagonistas de la ficción que se estaba gestando, quejándose de las continuas dudas de aquel que les daba la vida, de sus tachones que eliminaban escenas de un plumazo o de las frases que dejaba ya para siempre olvidadas, de cada nueva versión que él era capaz de escribir y que ellos estaban obligados a representar, obedientes y sin descanso.
Sí, aquellos personajes estaban agotados pero lo peor no era eso, lo peor era estar convencidos de que aquel libro en el que iban a existir no iba a llegar a ser leído por nadie nunca.

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