El escritor
intentaba atrapar la ficción y coserla al papel con puntadas de tinta.
Escribía
algunos párrafos, los releía, empezaba de nuevo, tachaba, corregía, añadía
algunos detalles y suprimía otros, leía en voz alta, se quedaba en blanco.
Tras cuatro
horas de trabajo, el escritor dio por bien empleado el día. Apiló las hojas,
colocó los lápices, tiró los folios emborronados y, sólo cuando hubo salido del
despacho, se empezaron a oír unos extraños ruidos en la papelera. Eran los
abnegados protagonistas de la ficción que se estaba gestando, quejándose de las
continuas dudas de aquel que les daba la vida, de sus tachones que eliminaban
escenas de un plumazo o de las frases que dejaba ya para siempre olvidadas, de
cada nueva versión que él era capaz de escribir y que ellos estaban obligados a
representar, obedientes y sin descanso.
Sí,
aquellos personajes estaban agotados pero lo peor no era eso, lo peor era estar
convencidos de que aquel libro en el que iban a existir no iba a llegar a ser
leído por nadie nunca.
Fantástico. Me ha encantado.
ResponderEliminarBesicos muchos.
Muy amable eres tú.
ResponderEliminarGracias, guapa
Hermoso. ¿No querrías poner abnegados en vez de anegados?.
ResponderEliminarSí, gracias!!!
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