Todas las noches desde hacía meses
se repetía la misma frase: “Apenas hago nada, llegan a mí prácticamente
muertos”, pero ni esas palabras ni el alcohol le proporcionaban ningún consuelo.
Y esta noche era peor, era diferente. Él, que se había negado a registrar un
solo detalle como si todo aquello no estuviera ocurriendo, no había podido
evitar quedarse deslumbrado ante esa piel blanca y delicada, limpia y
transparente, esa nuca y ese cuerpo pequeño.
Ella había subido al patíbulo,
pálida y radiante, había mirado a todos los presentes y había hecho el
silencio; después su cabeza cayó, con un golpe casi leve, y la muchedumbre
tardó en reaccionar, en esconder el terror y el miedo que sentían detrás de los
gritos de siempre.
Una lágrima resbaló por la mejilla
del maltrecho verdugo, guillotinándole la frialdad que se había autoimpuesto;
era un hombre, como todos, y acababa de decidir que la última sangre que
derramaría sería la suya y que lo haría inmediatamente.
(microrrelato
escrito para el número 35 de Pseudònims, en esta ocasión la palabra clave era “cabeza”)
Sin duda merecida publicación. Me gustó.
ResponderEliminarUf, qué duro pero qué bonito. Estupendo.
ResponderEliminarBesos Luísa, desde mi mar,
Precioso. A mí, ante la palabra cabeza, sólo se me hubiera ocurrido escribir ajos.
ResponderEliminarGracias por la visita. Me constó, lo juro que me constó, pero al final... quizás por lo que me constó esta historia me gusta un tanto, durante muuuuchos días, estaba perfectamente vacía y no se me ocurría nada de nada.
ResponderEliminarGracias por la visita.
Este es un relato de una crudeza descarnada, Luisa, que duele desde la primera línea.
ResponderEliminarHas manejado de manera soberbia su clima, su ritmo, su tensión y lo has resuelto de forma que el lector suelte todo su dolor en un suspiro.
¡Soberbio!
Un abrazo,
Merecida publicación, sin duda. El ambiente, el tono, todo muy conseguido.
ResponderEliminarBesitos