G. se retrepó en el sillón y miró a su alrededor profundamente satisfecho. Habían sido días de agobioso trabajo pero el fruto de todos ellos estaba allí, entre aquellas cuatro paredes: un sombrero quizás algo grande, una gabardina manchada de cascarrias, una pistola en el cajón de la mesa y una puerta con un letrero en el que se podía leer: “Detective”.  Entonces entró ella, como un torbellino y preciosa, haciendo que perdiese el equilibrio y se esmorroñase.
            -¿Te has hecho daño? –preguntó solícita.
            -No, gracias, estoy bien. ¿Qué desea?
            -Que me tutees y que me contrates. Me han dicho que buscas secretaria.
            -Sí, es cierto.
          Volvió a mirarla. Era mucho más de lo que se había atrevido a soñar, con aquella mirada llena de jugosas promesas. Empezó a sudar, sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón y volvió a sentarse:
            -¿Estás acatarrado? –preguntó ella con una cara de preocupación encantadora.
            -No, no me escullan las narices es que…
        -Babeas. Tranquilo, les ocurre a algunos hombres en mi presencia –dijo con  naturalidad.
Poco después el detective G. oía el ruido de unos tacones en el despacho de al lado y empezaba a sentirse como nunca.






