Saltamos los muros la noche anterior
y logramos esquivar la vigilancia. Cuando salió el sol, la vimos entre los
árboles: la piscina, azul y luminosa, mucho más bonita de lo que nos habían
contado. Permanecimos sin movernos y en silencio, sin dejar de mirarla, y descubrimos
que las personas de la casa también la adoraban: eliminaron de su superficie
animales, mosquitos y hojas; midieron su salud con todo tipo de aparatos; se
tumbaron junto a ella permaneciendo tiempo y tiempo bajo el abrasador sol, a
modo de sacrificio, para ganarse el derecho divino de internarse en ella y
dejar que el agua sagrada mojase su piel quemada; un hombre cogió un objeto
hinchable y permaneció y se dejó mecer en la más absoluta de las calmas; no muy
lejos, los niños de la casa jugaban a salpicarse felices e incansables. Por
nuestra parte, Félix y yo, lo registrábamos todo lo mejor que podíamos,
atónitos ante tanta dicha cuando, al otro lado de los muros, en nuestro mundo,
el agua es un bien preciado y escaso.
Cuando el sol desapareció del cielo,
antes de que la noche convirtiese la superficie del agua en un ser oscuro y
amenazante, capaz también de las más terribles desgracias, Félix me hizo un
gesto con la cabeza y supe que el momento había llegado. Yo, profundamente
triste pero feliz por haberlo ayudado, sonreí y me despedí de él con la mano;
vi cómo, aprovechando que en la casa todos estaban cenando, se metía en el agua
sonriendo, dejando que le limpiase las heridas, hasta que se decidió a ir hacia
lo profundo, donde no podría hacer pie, braceando torpemente, bebiendo,
ahogándose.
Cuando su cuerpo comenzó a flotar,
ya en calma, volví a saltar los muros, volví sobre mis pasos, para contar a mis
compañeros de vida cómo Félix, nuestro amigo, el enfermo de cáncer, había
logrado esquivar la muerte que le esperaba e irse feliz con una sobredosis de
agua.
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