Era un hombre organizado. Ella
siempre había dicho que demasiado.
A las ocho, una ducha y el desayuno.
Media hora más tarde, salir de casa. A las nueve, un “buenos días” en la
oficina. A las once, una llamada telefónica, un “no volverá a ocurrir, lo
sabes”. A eso de las dos, un mensaje más, un “perdóname, sabes que te quiero”.
Después de comer, a las cuatro, vuelta al trabajo y un correo electrónico antes
de las reuniones de la tarde. A las ocho, dejar el despacho, un “adiós, hasta
mañana”; para, en torno a la medianoche, meterse deprisa en la cama sin
explorar el otro lado, como cuando vivían juntos.
Solo había dos pequeñas cosas que no
acababan de encajar en su nueva vida, a las que no sabía cómo enfrentarse: el
contestador del teléfono y el correo electrónico, saturados de mensajes que
nadie escucharía o leería.