18 de abril de 2014

Un roto para un descosido

Al otro lado del mostrador estaban los clientes y… ella.
-¿Qué desean, señoritas? –dijo en un susurro que apenas superó el cuello de la camisa.
-Anda que no habla raro este tío. Señoritas, dice, parece de otra época –dijo ella mirando a su amiga.
Él pestañeó sorprendido, era la primera vez que la oía.
-¿Desean algo? –repitió.
-Pues claro, no vamos a venir aquí sólo para verte la jeta, ¿no crees?
No, ella no era como había imaginado.
-Queremos un cartón de Malboro.
-Tengo que sacarlo del almacén, esperen un momento, por favor.
-Tengo prisa, ¿sabes?
Cuando volvió, nervioso y feliz, el precio en sus labios sólo llegó a ser un gemido incomprensible.
-¿Se puede saber qué cojones dices?
Justo la frase que su madre le había dicho toda la vida, la que tanto había echado de menos desde que muriera. Sintiéndose como en casa, sonrió.
-¿Puede saberse de qué te ríes ahora?
Efectivamente era ella. Ahora sólo tenía que convencerla de que él era la persona ideal para tener al lado, para despreciar e insultar toda la vida.
Agachó la cabeza y empezó a lloriquear.
Ella no daba crédito.
-Cómo mola este idiota. Es la primera vez que veo a un tío como éste. Es cojonudo, ¿no crees?
Aquellas palabras eran como un bálsamo, pura miel. ¿Podría acaso soñar con que alguien le proporcionase los castigos físicos que su madre le infringía?
Ella pagó e hizo ademán de irse. Él impidió que se fuera. Ella le cruzó la cara y él, por primera vez, dijo alto y claro:
-Hazlo otra vez.
-¿Es que acaso te gusta? –respondió ella clavándole las uñas, mirándolo por primera vez, entre incrédula y divertida.

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