24 de noviembre de 2014

No pasa nada


La ciudad despertó, lentamente, con legañas en las ventanas. Sus habitantes tardaron un poco más en bajar de la cama y lo hicieron en la típica crisis de cerebro matutino. Todo parecía correctamente cotidiano y habría sido un día más, sin pena ni gloria, de no ser por ese llanto largo y alto, olvidado.
Los vecinos, aquellos que parecían vivir en el inmueble donde se producía aquel estridente ruido lleno de vida, aún incrédulos, fueron poco a poco encontrándose por los descansillos de la finca para acabar coincidiendo en el portal, en pijama o cubiertos precipitadamente con una bata, descuidados y nerviosos, dejando a la vista los aparatos que los mantenían con vida o habiendo olvidado en casa las mejoras informáticas que les permitían desprenderse de los achaques y de las arrugas; mientras los periodistas, ya apostados en la acera, intentaban averiguar qué iba a pasar con aquel llanto que hacía años que nadie oía.
Las viejas se santiguaron y rehicieron sus moños. El presidente quiso abrir la sesión y tomar la palabra. Algunos vecinos se lanzaron a hablar a un tiempo, y otros  permanecieron en silencio, un poco ajenos y otro poco superados. Las mujeres y los hombres en edad de procrear, una evidente minoría, se encogieron de hombros y pudieron demostrar que no habían infringido la ley. Los más jóvenes preguntaron curiosos qué era aquello, qué ocurría. Y un pequeño robot doméstico en un rincón contó y recontó el número de desayunos que tendría que preparar esa mañana.
Minutos más tarde, armados de palos, linternas e inmovilizadotes eléctricos,  cargados de las últimas versiones de todos los programas de defensa personal, liderados por aquel que iba a grabarlo todo y subirlo a la Red, los vecinos empezaron a moverse hacia el lugar de donde parecía venir el ruido. Subieron piso a piso, arrastraron los pies con una mezcla de miedo y cansancio, dibujaron con pereza cada curva de la escalera y empezaron a preocuparse por sus delicados oídos. El ruido crecía, persistía, dominaba el aire y destrozaba sus constantes vitales aun cuando, de tanto en tanto, parecía adormecerse.
Llegaron así hasta el último piso, donde vivían los vecinos que no querían serlo y que ellos no admitían que fueran, esos que andaban por los tejados como gatos y se los comían, hombres y mujeres primitivos y básicos, carentes de ordenadores y de portátiles, de mejoras y de versiones, seres incomprensibles que lloraban y reían, los únicos que aún se atrevían y lograban llenar de risas la ciudad civilizada y silenciosa.
El joven que llevaba la cámara, ansioso por la fama, anestesiado por ella, se decidió a empujar la última puerta, aquella que ninguno se atrevía a cruzar. Fue entonces cuando lo vieron, los vecinos y la cámara, las pantallas y las consolas: un niño, un bebé, un recién nacido en brazos de una mujer.
Ella los sonrió, cansada pero feliz, segura de tener a su lado a un hombre dispuesto a todo por defender a su familia (una palabra antigua). Él elevó la cabeza, la cámara recogió su mirada, registró su discurso, apenas cuatro palabras y ni una sola duda.
-Ha sido la cigüeña -afirmó.
Y los dos mundos, vecinos y ajenos, cada uno a su modo, se pusieron en marcha otra vez.

(microrrelato presentado al Certamen Literario El Secreter, era obligado casi todo el primer párrafo que veis hasta ese “de no ser por…”, en donde entro yo y desde donde me explayo)

2 comentarios:

  1. Muy bueno, da que pensar y mucho. Trata un tema que me preocupa cada día más.

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  2. Muy buena historia. Bien llevada desde el principio al final mantiene el interés.

    Un abrazo de los de antes.

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