Hacía
meses que la había descubierto en la ventana del cuarto del edificio que había
al otro lado del patio de vecinos. En días alternos, vestida con un ajustado pantalón
y una camiseta de tirantes, podía verla hacer gimnasia mirando a una pantalla.
Al principio me gustó soñar con que los dos estuviésemos utilizando la misma
plataforma y rutina de fitness, como si fuésemos a clase juntos; más tarde, al
no reconocer sus pasos y posturas en los míos, me dediqué simplemente a
mirarla.
Hoy,
tras todo este tiempo vigilando sus horarios y rutinas, acompañándola en la
distancia cuando lee o trabaja o ve una película, no sé cómo hacer para que
lleguemos a ser lo que quiero que seamos.
El
confinamiento se levantó hace casi un año pero aquello nos ha cambiado; salimos
de casa lo mínimo, nos relacionamos por ordenador y nos mantenemos a distancia.
Y yo descubro ahora que en algún momento he dejado de ser un hombre de mi
tiempo porque, por encima de todo, echo de menos el contacto cálido de esa piel
aún sin haberla tocado y sigo sin saber cómo abordarla.
(Brevilla,
revista de minificción, reúne en la antología Brevirus un impresionante número
de microrrelatos y poesías que hablan de psicosis colectiva y confinamiento, en
ella se puede leer microrrelato de mi autoría. Para disfrutar al completo de la
publicación se puede pinchar justo aquí).
Todo mi odio va dirigido, sin pensarlo, hacia las plataformas virtuales para hacer ejercicio. No hacen más que recordarme a 1984.
ResponderEliminarSaludos,
J.
Pues supongo que chocando en la calle, jaja
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