Tras un año siendo la madrasta en aquella casa, Piedad
hizo las maletas para asistir al entierro de su madre prometiendo volver; sin
embargo, cuando regresó, nada más cruzar la puerta, cambió de idea lo que es
comprensible viendo lo que ocurrió en las primeras horas de su ausencia.
Pedro, el patriarca, se encendió un puro, en contra de
la prohibición del médico, al tiempo que ponía los zapatos llenos de barro
sobre la mesa baja del salón. El abuelo Santiago, sempiternamente sentado en el
sofá de orejas, se quitó el audífono y, adueñándose del mando a distancia,
elevó hasta límites insoportables el volumen de la televisión. Juan y Andrés
asaltaron el congelador e hicieron caso omiso de los paquetes y carteles con
los que Piedad pretendía poner orden en las comidas. Bartolomé desplegó todos
sus mecanos en el pasillo y dio inicio a la tercera guerra mundial. Santi, el
benjamín, pudo morder, babear o destrozar todo lo que estaba al alcance de su
mano. Los dos Judas, hijos de dos madres distintas pero igual de cabezotas,
continuaron con la pelea en la que estaban enzarzados desde la cuna. Mateo y
sus veinte mejores amigos improvisaron una fiesta en su habitación. Felipe y
Simón decidieron jugar el desempate de la liguilla de baloncesto que tenían en
marcha en el espacio sagrado de la biblioteca. Y Tomás, encantado con la
ausencia de Piedad, siempre tan controladora, asumió la realización de algunas
recetas, experimentos en realidad, olvidando la existencia y utilidad del
friegaplatos y los trapos de cocina.
Qué manera de darle la vuelta a la Historia. Me ha gustado mucho Luisa. Nos seguimos leyendo.
ResponderEliminarBesicos muchos.