8 de febrero de 2021

La ingesta

Llovía sin parar desde hacía días y los habitantes del pueblo comenzaron a mirar el río con aprensión, temiendo que las aguas saltasen el puente como en aquel cuento de abuelas que todos conocían.
El miedo recorrió sus espaldas. ¿Era aquello un remolino de agua alzándose como reconociendo el terreno? Después llegó el sonido que no logró camuflarse bajo el de un trueno y que era como de trompetas llamando a las tropas. Y las aguas avanzaron, con sus pasos inmensos, aplastando la escasa esperanza que tenían en que no se repitiese aquello que les habían contado.
La corriente rodeó las casas, como si estuviese desenvolviendo un bombón antes de comérselo, deleitándose en ello. Lamió las paredes de ladrillo y deshizo entre sus dientes el adobe. Usó los árboles del pueblo como mondadientes. Creció y creció con cada respiración para acosar a los hombres, pero optó por abrir la boca y tragarse a los viejos, a aquellos que no había logrado vencer la última vez. Acorraló a las mujeres, haciendo caso omiso de sus gritos, y pegó las ropas mojadas a sus cuerpos como si quisiera desnudarlas; y los hombres no supieron cómo defenderlas de aquella violación.
El río se lo fue tragando todo, glotonamente y sin prisa, y solo cuando las nubes dejaron de llover, atónitas, empezó a retroceder dejando en todas partes babas y huellas, charcos y heridas, lágrimas y barro, volvió a sus fueros, a su cauce, para empezar a hacer la digestión y dar tiempo a que los seres humanos de los que se alimentaba se recuperasen, tuviesen tiernos bebés con quien olvidar las penas, niños a quien contarles el viejo cuento y esperar juntos, con aprensión, a que volviese a llover, a llover a cántaros y durante días, a que el río creciese.

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