De que los jóvenes se alejasen del
pueblo, fuimos culpables nosotros, quienes los enviarlos a la ciudad a estudiar
o trabajar; así fue como los convertimos en visitas y a sus hijos en extraños.
Más tarde, con el envejecimiento del pueblo y por falta de candidatos, fue
nombrado alcalde el hijo del Mariano, un imbécil, quien creyéndose alguien por
primera vez en su vida se transformó en un dictador, en un déspota, que nos
enemistó con los pueblos vecinos, hizo que perdiésemos todas las ayudas que se
daban al campo y logró que huyeran todos aquellos que no eran de su palo.
Cuando empezamos a guerrear con nuestros vecinos, los pacíficos, los cobardes y
los más listos se largaron. Después llegaron la sequía, las plagas en las
cosechas, los años en nuestras espaldas, el frío por la noche, el calor
abrasador al mediodía, el que no hubiera ni tienda ni médico ni bar, el sonido
del viento dando miedo en cada esquina. Cada una de esas cosas, pequeñas o
grandes, más otras que no menciono, supusieron que alguien hiciera las maletas,
cerrase su casa y se fuese en silencio bajando la cabeza.
Yo, que soy el último, que lo he
visto todo y sé lo que ha pasado, he decidido hoy ponerme mis últimos zapatos y
echar a andar hacia el acantilado, con la única y tonta esperanza de que los
huesos de aquellos que fueron empujados o se arrojaron antes que yo se claven
con fuerza en mis carnes.
(microrrelato
incluido en la antología sobre migraciones y desplazamientos humanos titulada “Huellas en la memoria” llevada a cabo por la
revista Brevilla; como es lógico lo realmente interesante no es esto, es leer la
antología y descubrir a través de los textos cómo se ve y trata este tema desde
diversos puntos de vista)
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