Lo
recuerdo bien: llamaron a la puerta, me encontré con la cara de tristeza de El
Chato y adiviné lo que había ocurrido. Después retrocedí algunos pasos hasta
dejarme caer en una silla del comedor y dejé que las lágrimas comenzaran a
cubrirme el rostro. En realidad fue todo muy fácil, había pasado demasiado
tiempo guardándolas y solo tenía que dejarme arropar y seguir las indicaciones
que me daba su familia, como era costumbre. Cuando me tranquilicé un poco, no
obstante, osé pedir dos cosas: unas gafas de sol y que mi vecina Carmen se
ocupase de la niña, aún en la escuela.
Fue
un instante perfecto que él muriese en el trabajo, un deseo cumplido que no me
había atrevido a confesar nunca; y ni tan siquiera tuve que mentir o disimular,
todo lo que lloré en su entierro fue en recuerdo de sus palizas; ahora, en
cambio, pasados unos meses y viviendo con Carmen, lo que no pierdo es la
sonrisa.
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