Dejé plantada a Maruchi en el altar, pero no quise
perderme la luna de miel. Desde el balcón del hotel divisaba un paisaje
glorioso: prietos culitos suecos, turgentes pechugas inglesas y muslámenes de
francesitas presos de bikinis mínimos. Llamaron a la puerta ―yo con la bragueta
a punto de estallar― y por un momento soñé que se rendiría ante mi estandarte
ibérico alguna cariñosa forastera. Ahí estaba mi suegro, escopeta al hombro,
que me tuvo retenido en el baño
hasta que constató que había arriado a mano mi enhiesto pendón y, usando el
maltrecho mástil y una toalla, ondeaba la bandera blanca.
(texto
para esta propuesta de ENTC, escrito a medias con Belén
Sáenz; juntas éramos Las Canículas)