Tras
la última curva, el paisaje se abre y me permite ver cómo la alfombra de
asfalto toca el horizonte, tan distante. Suspiro y, cansado, hago que mis
piernas vuelvan a ponerse en marcha; desde que recuerdo, esto es lo único que
hago: andar, en silencio y solo, sin metas, dando por seguro que solo la muerte
logrará pararme.
Un
día como otro cualquiera descubro un punto aproximándose. La excitación lucha
porque mis pasos se aceleren, el miedo quiere pararlos, pero al fin el ritmo
tranquilo de mi rutina de años gana y sigo, como siempre y simplemente,
andando.
Lentamente
nos acercamos el uno al otro y, cuando nuestros rostros empiezan a tomar forma,
nos observamos curiosos e incrédulos; hasta tropezar con una superficie fría y
extraña, un espejo que multiplica por dos el paisaje, una frontera ante la que
acabaré girando sobre mí mismo, como quizás ya he hecho antes, para enfrentarme
de nuevo a la carretera que llena mis días y culebrea infinita, de la que el
viento ya ha borrado la huella de polvo de mis pasos.
Uuuuuuf, madre mía
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