Mi compañero, consciente de que era
mi primera vez en un pelotón de fusilamiento, me aconsejó que cerrase los ojos
siempre y cuando el teniente no me viese. Y eso es lo que hice, empujado por el
miedo.
Después
cuando, tras la salva de disparos, volvió el silencio y me atreví a mirar,
descubrí atónito que el condenado esbozaba una sonrisa incrédula y que, sobre
nuestras cabezas, el amanecer empezaba a romperse.
¿Y cómo se cambia el sol?
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