25 de enero de 2023

Aficionados

Los sábados, al caer la tarde, los viejos del pueblo se sentaban en los poyos que había junto al puente grande y esperaban a que los suicidas llegasen; cuando estos pasaban junto a la puerta de la casa de la Satur se hacía el silencio y se cerraban las apuestas, así era como se había convenido.
Los jóvenes se dirigían hasta centro del viaducto y ensayaban sus saltos, una y otra vez, incansables y cabezotas; aunque muy pocas veces lograban su propósito: los riscos en el fondo del río y el agua se empeñaban en devolverlos a la orilla sin un rasguño.
Al cabo de unas horas, taciturnos y cabizbajos, volvían al pueblo y miraban con tristeza a los abuelos que ya habían empezado a intercambiaban monedas y chascarrillos.
Tiempo después y no muy lejos, en una de las callejuelas de la aldea y tirándose desde un balcón, alguien sí consiguió quitarse la vida; la noticia cayó a plomo entre los lugareños, privados en un momento de las apuestas y del espectáculo. Fue así como en aquel pueblo los suicidios quedaron en manos de espontáneos anónimos y la razón por la que los viejos pasean sin cesar por el pueblo mirando de tanto en tanto hacia arriba.

1 comentario:

  1. Pasando por aquí, llegué por una de esas obras del azar. Empecé a leer y me interesó. "Esto tiene potencial", me dije. Hasta que llegué a este microcuento y lo que encontré me gustó mucho. No podía irme sin dejar un comentario como reconocimiento, yo que soy tan holgazán para dejar comentarios. Felicitaciones por tus cuentitos.

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