Salió
de la casa dando un portazo, sintiéndose extraña, enfadada y triste.
Cuando
arrancó el coche, tenía la cara mojada. ¿Estaba llorando acaso? La pregunta se
quedó flotando en el aire mientras, afuera, el cielo empezaba a lagrimear
vestido de gris.
Sin
saber apenas cómo, se descubrió transitando por una carretera mal iluminada.
Avanzaba casi sin ver, siguiendo el rastro de luz que dejaban los faros que
eran como brazos extendidos hacia adelante abriéndose paso.
Creyó
ver algo en el arcén pero no tuvo tiempo de reaccionar y lo atropelló. Bajó del
coche, dolorida; fue hacia la figura humana que estaba en el asfalto y
descubrió que era ella, una versión triste de sí misma.
Volvió al coche, malhumorada y dispuesta de nuevo a
escabullirse pero, en cuanto el coche empezó a alejarse, el cuerpo que había en
el asfalto se levantó y empezó a seguirla, quizás dispuesto a ser atropellado
en la siguiente curva, intentando desesperadamente llamarle la atención.
¿Cuántas veces es necesario atropellarnos a nosotros mismos para darnos cuenta de lo que sucede?
ResponderEliminarSaludos,
J.
Gracias, J. Me gusta mucho tu comentario, mucho más que el micro, la verdad.
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