Hace
tiempo que dejé de oír el zumbido de tráfico en el que está inmersa nuestra
casa. Bastante más me costó asumir el taconeo de la vecina de arriba y los
pasos, más frecuentes y audibles al llegar la noche. Especialmente complicado
ha sido lograr hacer caso omiso de tus amenazas, gritos e insultos; de hecho,
he de confesar que aún ha habido veces en que las lágrimas han inundado mis
ojos; si bien, durante el embarazo y contra todo pronóstico, he conseguido que
solo se asomase a ellos la emoción por la vida que crecía en mi cuerpo.
Sin
embargo ahora, teniendo el niño por fin en mis brazos, me preocupa el haber
dejado de oír todo lo que ocurre a mi alrededor. ¿Qué pasará cuando me reclame
en mitad de la noche?, ¿lo oiré o podría llegar a pasarle algo? Te oigo
entonces entrar por la puerta, hablando a gritos y dirigiéndote hacia la
habitación en que pasamos la noche, el lugar en el que he puesto la cuna; y me
quedo más tranquila: si mi niño llora y no le oigo ni a él ni a su padre, he de
confiar en este, él a buen seguro no dudará en levantarme la mano hasta lograr
que yo me haga cargo.
(microrrelato publicado en el número 13 de la revista Plesiosaurio que tiene, ahí es nada, tres volúmenes; los microrrelatos están en el volumen 2, entre los cuales está este)
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