Tras un invierno especialmente duro, mi pandilla y yo descubrimos uno nuevo en el barrio. Cuando nos cruzábamos con él en la acera, con respeto y un poco de aprensión, callábamos impresionados ante su gesto serio, sus labios secos y cerrados o esas ropas oscuras aún sin desgaste.
Al
tiempo que yo, el último niño oscuro de la calle, lo miraba queriendo
hermanarme con él o al menos imitarle, deseando que fuese mi padre y no ese
hombre que anegado en alcohol y lágrimas había quedado varado en el salón de
casa, después de ocupar con su dolor todo el tiempo y el espacio, dejándome sin
un lugar donde poder llorar, como se merecía, la muerte de mi madre.
Luisa, qué final!! Excelente.
ResponderEliminarBesicos muchos.
Muy bueno. Sin palabras.
ResponderEliminarSaludos,
J.
Muy duro...
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