Acabo de encontrar el abanico rojo
entre la ropa y me ha vuelto a doler su última mirada, su silencio y el modo en
que la luna se escondió haciendo, desde entonces, las noches más oscuras. Nada
queda de los números de ilusionismo que ensayábamos juntos, de nuestras
discusiones buscando la excelencia, tras las que llegaba siempre, lo sé ahora,
con un poco más de retraso cada día, la reconciliación, la caricia y la
sonrisa. Todo se fue con ella, menos este abanico rojo, el objeto con el que se
inició la última pelea. Me enfadé porque, tras sus manipulaciones para hacerlo
desaparecer, no lograba que se hiciera presente cómo y cuándo como yo quería; y
por primera vez pienso ahora que ella lo hacía a sabiendas, a modo de prueba, y
que el fallo estuvo en mí, en no darme cuenta de lo que realmente me pedía, que
la buscase, la encontrase y la volviese a traer a mi lado, entre mi brazos, de
la forma que fuera. En vez de eso me mostré engreído e idiota, no escatimando
en gritos, insultos, alaridos y ofensas hasta que ella, sin abrir los labios,
huyó de mi vida dejando tras de sí el abanico rojo y las noches sin luna.
Qué hermoso relato, Luisa. Toda una vida nos has mostrado, es tan escaso texto.
ResponderEliminarBesicos muchos.