23 de marzo de 2020

Distopía 210120


No era caro, esa es la verdad, pero era preciso tener tiempo para especificar punto por punto todo lo que se deseaba.
Había que responder a los cuestionarios que superaban el centenar de preguntas, hablar y pasar el examen de los psicólogos, torear a los insaciables comerciales que durante todo el proceso permanecían a tu lado, ver millares de fotos para atar bien todos los cabos. Tanto era así que no pocos clientes se perdían en el proceso y no podían, transcurridos algunos días, concretar qué habían pedido, qué pagaban o en qué acabaría todo aquello.
Una vez que se tenía la lista completa de especificaciones, la oficina estética solo tenía que programarlo y tenerlo listo para la última cita, en la que el cliente convenientemente sedado y anestesiado era internado en la cápsula que hacía la operación, operación de la que salía por su propio pie, con otro cuerpo y otro rostro, listo para integrarse en esa sociedad en que la belleza se había democratizado, con un cuerpo muy parecido al de millones, indistinguible incluso, pero bello y grácil.

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