Le oí
decir en un susurro, con un aire de humildad que no parecía impostado, que quería
que le enseñase, que en realidad él no era muy amigo del deporte. La confesión,
viniendo del mejor goleador del pueblo, hizo que dejase las agujas de punto
sobre el regazo y le mirase. Ahora incluso estaba diciendo que odiaba cualquier
actividad física, que había muy pocas cosas que le gustasen más que la montaña
quedase intransitable bajo una espesa capa de nieve y que todos nos viésemos
obligados a quedarnos en casa, que solo entonces era feliz y podía descansar de
tener que estar todo el tiempo… integrándose. Era el único niño de la última
familia que había llegado al pueblo y sentí empatía por esa necesidad de ser
aceptado, un sentimiento que yo misma había vivido en mis carnes. Fue así cómo
empezamos a formar esa extraña pareja que durante un tiempo estuvo en boca de
todos: un adolescente queriendo ser modista, una mujer que había tenido que
renunciar a ser madre.
Qué bonito y que bien nos llevas a ese final tan asombroso!!
ResponderEliminarBesicos muchos.
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