Armado
de papel y bolígrafo escribió aquella carta con el mayor de los cuidados y, a
la mañana siguiente, la abandonó en la mesa de la cafetería, como si cualquier
cosa, para alejarse de allí poco después e ir a un lugar desde el que pudiese
vigilar sin ser visto.
El principio fue prometedor. Enseguida pudo ver cómo,
tras la lectura de su misiva, no pocos incautos acababan siendo víctimas
accidentales de una explosión de sentimientos sin precedentes. Con una sonrisa
en los labios, fue testigo de los ojos anegados en lágrimas de los heridos más
graves y de la emoción a duras penas contenida en los más leves.
Ya sólo faltaba que ella llegase, la verdadera
destinataria de aquella bomba, a quien quería romper el corazón y dejárselo
hecho mil pedazos.
Al cabo de varios cafés y varias horas, al fin, la vio
entrar y dirigirse a la mesa que solía ocupar todas las tardes. Inmediatamente
reparó en el papel que había sobre ella pero, justo cuando iba a comenzar a
leerlo, recibió una llamada telefónica. Desesperado vio cómo, antes de pedir un
café o de haber leído una línea, se levantaba, salía del local y volvía a
salvarse.
La decepción y el dolor cruzaron por
los ojos del tierno terrorista. Parecía que no hubiese forma de que ella se
enamorase de él, que siempre fuese a fallar algo, que la suerte estuviese en su
contra; pero muy pronto su determinación volvió a ganar terreno: lo intentaría
de nuevo, cualquier otro día, a cualquier otra hora; estaba dispuesto a todo, a
lo que sea, incluso a coserse los sentimientos al pecho y hacerlos estallar
junto a ella.