A Maruja le gustaba ver como su
marido, su Pepe, se transformaba ante sus ojos en director de banco. Todas las
mañanas se levantaba solícita para prepararle el desayuno y después, con una
excusa u otra, se las arreglaba para asistir al espectáculo, a la construcción
de ese personaje que al final salía por la puerta de casa.
Pepe, ajeno a todo, ligeramente
obeso y ligeramente calvo, trastabillaba desde la cama hasta el baño, tropezaba
con las paredes del pasillo y, más dormido que despierto, llegaba
milagrosamente hasta el baño buscando una ducha rápida. Después, solía tomar un
par de cafés y una tostada con mermelada, sin prisa pero sin pausa, justo antes
del absolutamente imprescindible afeitado.
Más tarde solían coincidir en el
dormitorio. Él para vestirse con el traje que su puesto de trabajo requería y
ella, haciendo como que hacía cualquier cosa, para mirarle embelesada.
Era entonces cuando Pepe, eligiendo
una camisa o una corbata, poniéndose unos pantalones o ajustándose el cinturón,
empezaba a crecer y perder kilos. De modo que, cuando él finalmente se ponía la
chaqueta del traje, su esposa apenas lograba contener los suspiros, volvía a
ser la muchacha que se había enamorado una noche de verbena y lo despedía con
un beso malintencionado.
De modo que, cuando el Sr. Larrea alcanzaba
la calle con paso decidido cargando un maletín de buena piel, se sentía
dispuesto a todo y capaz de lograrlo: un aumento de sueldo, un puesto mejor,
una secretaria, una amante bien plantada; sabiendo como sabía que, cuando tras
la jornada de trabajo volviese a casa, su Maruja acicalada y perfumada,
ilusionada como la muchacha que fue, se arrojaría entre risas y arrumacos a sus
rechonchos brazos.