Sé que era abril. Recuerdo que estábamos en un banco, tú comías un algodón de azúcar de color rosa y que, posásemos donde posásemos la mirada, las luces, el color y la música de la feria eran un contraste demasiado fuerte con lo que vivíamos en casa.
Horas después, cuando ya volvíamos a nuestro encierro y padre parecía estar impaciente por rodearnos de su habitual tristeza, como si hubiese sido una traición que a nuestros ojos no hubiese acudido esa tarde aún ninguna lágrima, estalló la tormenta sobre nuestras cabezas y el cielo se iluminó con un relámpago. Nos miramos a los ojos, ¿te acuerdas?, y entendimos que empezar a correr bajo la lluvia era la última oportunidad a nuestro alcance para retrasar el silencio.
Cuando al fin llegamos a casa, atolondrados y serios, dando las gracias por la pequeña aventura pero teniendo cuidado de no herir el gesto serio de padre, descubrimos junto a nuestra puerta a la vecina, rodeada de las cuatro cosas que había logrado salvar del derrumbe del tejado de su casa pero aun así maravillada por el espectáculo de luces, color y música que le brindaba el cielo. Puede que padre hubiese preferido no tener que hacer nada, pero tuvo que ser educado y salvarla, se vio obligado a ofrecerle nuestra casa, un lugar seco, una cama, y de este modo, sin darnos cuenta, la vida volvió a rodearnos como cuando vivía madre y sonaba la música entre aquellas paredes.
A la mañana siguiente, en el desayuno, oímos en la cocina algo impensable, una charla sobre literatura, la lectura de un poema y, algo más tarde, el primer amago de una carcajada.