—¡Esta hija tuya tiene cada cosa!
—le dice la tía Puri a mi madre.
Las dos están en la cocina
terminando de preparar la cena. Hoy la abuela cumple noventa años y seremos más
de veinte para cantarle el happy
birthday.
—¿Y eso? —se limita a preguntar mi
madre que ya está hasta el culo de cocinar y pasa bastante de discutir con su
hermana.
—He ido a ver qué coño hacía en su
habitación, ya que ni se ha dignado venir a saludarnos —dicho sea de paso—, y
resulta que... ¡anda, pero si está aquí espiándonos!... anda, dile a tu madre
lo que me acabas de decir.
—Que no quiero que os turnéis a la
abuela —digo o más bien murmuro al ver la cara de mi madre; ha soltado la
pezuña negra del jamón de oferta del súper y se ha quedado con el cuchillo en
alto.
—¿Pero a ti qué te pasa?... ¿Qué le
habré hecho yo al divino para tener una hija así? A la abuela seguiremos
turnándonosla hasta... hasta... que se muera.
Ha bajado la voz para decir esto
último pero la abuela la ha oído; está sentada en una esquina de la cocina, en
una silla especial, bueno, especial especial no, solo que tiene un cojín de
esos guateado del Ikea, «para que no se llague», dice mi madre; cuando lo dice
pone la misma cara que cuando habla de las cosas esas que se ven en el cielo
desde hace algún tiempo.
A la tía Puri no parece importarle
que la abuela se quede siempre aquí con nosotros, y a la abuela menos aún que
hablen de su muerte.
—De todas formas si os viene mejor
tenerla un poco más, a mí me parecerá muy bien.
—Anda, Puri, no me jodas, que ya te
veo venir; la abuela seguirá como hasta ahora: una semana aquí y otra en tu
casa.
Me vuelvo a la habitación y me pongo
a llorar. Al principio de que se la turnasen, no podía soportar tener que
compartir habitación con ella. Su olor, sus ronquidos, sus pedos e eructos, sus
carnes blandas, sus varices como gusanos bajo la piel... todo me asqueaba y, lo
que más, su mirada entre ausente y divertida como si todo fuese coña, como si
pasara de todo, incluso de aquellas extrañas cosas en el cielo.
Pero ahora es muy distinto; mientras
todos cierran las persianas —antes incluso de que anochezca— y que ni dormir
sin comerse la bola pueden, la abuela permanece horas y horas de pie junto a la
ventana abierta, con los ojos clavados en el cielo y una sonrisa de emoticono
que se parte el culo, como si aquellas naves fueran putos globos de una fiesta
para la que solo ella tuviera un pase.
Aunque sepa que a la abuela se le ha
ido la pinza y que no me puede entender, cuando me rayo tanto que no puedo
respirar, le digo que tengo miedo y, entonces, ocurre algo raro que no he
contado a nadie: ella pone la misma cara que si se hubiese olvidado de las
llaves de casa antes de salir y se acerca a mi cama.
—¿De qué tienes miedo, pequeña? —me
dice acariciándome el pelo.
—De aquellas cosas que están en el
cielo, abuela, ¿vamos a morir?
Y entonces se ríe, una risa de
persona cuerda que hace que se me deshaga el puto nudo del fondo de la
garganta, una risa de hada buena, de mujer sabia... luego vuelve hacia la
ventana y yo me duermo.
Autor: Dominique Vernay Juillet