Aquel verano, el reloj de la
iglesia nos salpicaba la hora desde la torre; la sombra, tras su operación
bikini, se hacía invisible en las calles de adobe y la tarde se alargaba tras
la siesta en un bombardeo inclemente de moscas. Teníamos quince años, nos
hacíamos guiños desde el interior de nuestras primeras gafas de sol y habíamos
aprendido desde niños algunas verdades inalterables y absolutas: que estábamos
dejando de serlo, que el agua bailaba en nuestro cuerpo y que el río estaba
cerca.
(Proyecto: No me cuentes películas. ¿Te animas a
contar una historia que tenga el mismo título que la película pero que no tenga nada que ver con ella)
Me ha encantado tu relato. Supongo que porlo mucho que me recuerda a mi infancia, pero también por las maravillosas frases descriptivas, sobre todo al comienzo. Con tu permiso lo comparto en mi Google+. Hay escritos que merecen ser difundidos al máximo.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias!!! Me alegro que te haya gustado y que sean buenos recuerdos
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