Los sábados, al caer la tarde, los
viejos del pueblo se sentaban en los poyos que había junto al puente grande y
esperaban a que los suicidas llegasen; cuando estos pasaban junto a la puerta
de la casa de la Satur se hacía el silencio y se cerraban las apuestas, así era
como se había convenido.
Los jóvenes se dirigían hasta centro
del viaducto y ensayaban sus saltos, una y otra vez, incansables y cabezotas;
aunque muy pocas veces lograban su propósito: los riscos en el fondo del río y
el agua se empeñaban en devolverlos a la orilla sin un rasguño.
Al cabo de unas horas, taciturnos y
cabizbajos, volvían al pueblo y miraban con tristeza a los abuelos que ya
habían empezado a intercambiaban monedas y chascarrillos.
Tiempo después y no muy lejos, en
una de las callejuelas de la aldea y tirándose desde un balcón, alguien sí
consiguió quitarse la vida; la noticia cayó a plomo entre los lugareños,
privados en un momento de las apuestas y del espectáculo. Fue así como en aquel
pueblo los suicidios quedaron en manos de espontáneos anónimos y la razón por
la que los viejos pasean sin cesar por el pueblo mirando de tanto en tanto
hacia arriba.
Pasando por aquí, llegué por una de esas obras del azar. Empecé a leer y me interesó. "Esto tiene potencial", me dije. Hasta que llegué a este microcuento y lo que encontré me gustó mucho. No podía irme sin dejar un comentario como reconocimiento, yo que soy tan holgazán para dejar comentarios. Felicitaciones por tus cuentitos.
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